Una nueva forma de amor

Adredista 2 La soledad en este barrio de lujo de la zona norte de Madrid, sin seres humanos a mi alrededor que me necesiten y en la compañía de un hombre que se pasa la vida leyendo, se me hace insoportable.
Hemos convivido lo mejor posible, él, Luis, prisionero feliz en la biblioteca heredada de sus padres–ni en tres vidas llegaría a leer todos los libros que tiene– y yo cada vez mas desgraciada en un entorno que me resulta inhóspito.
He salido huyendo de esta jaula de oro, rodeada de medidas de seguridad pero ausente de calor humano, hasta un lugar muy lejos de Madrid.
En Bombay la gente vive en las calles. Cada grifo es un cuarto de aseo comunitario y cada trozo de acera el dormitorio familiar. Me he acostumbrado a dormir poco y comer menos, porque dormir es morir a plazos y comer un lujo que apenas me puedo permitir sin que me remuerda hasta el fondo mi conciencia.
Hay una familia –que conozco de viajes anteriores–que vive debajo de un puente, rodeada de basuras y de ratas, y a donde se baja por una pendiente donde caerse rodando es peligroso porque vas a parar a un riachuelo de aguas putrefactas. Los padres y sus cuatro hijos me reciben con los brazos abiertos y me invitan a compartir con ellos un cuenco de arroz cocido, que debemos tomar con las manos a puñaditos pequeños
A pesar de la miseria que te rodea por todas partes –menos en los barrios lujosos, que no frecuento porque me recuerdan el mío de La Moraleja– la gente vive con una alegría inexplicable donde lo religioso tiene un papel fundamental.
Me hace una triste gracia cuando en España se dice que en India ya podrían comerse las vacas: si es que las pobres, al menos las que yo he visto, están tan flacas, son tan puros huesos envueltos en pellejos incomestibles, que poca hambre les podría quitar.
A Luis le llamo para recordarle que le quiero, pero lo hago muy de tarde en tarde, porque pienso que cada rupia que me gasto en llamadas son unos granos que les estoy quitando a esta gente de sus bocas. Y aquí estoy hasta que se me acaba el dinero.
He vuelto a mi cárcel de oro, donde me repongo de una terrible gastroenteritis. Luis ya se va acostumbrando a este tipo de dolencias y se sienta a la cabecera de mi cama y me lee –mientras veo la Sierra de Navacerrada más allá del jardín– obras de Rudiard Kipling referidas a la India o la biografía de la madre Teresa de Calcuta o La ciudad de la Alegría de Dominique Lapierre.
Luis y yo nos amamos y respetamos nuestra libertad, porque los dos sabemos que en cuanto mis huesos se recubran con un poco de carne nos vamos a separar de nuevo.
Yo en busca de mi felicidad en horizontes de pobreza y calor humano, lejos de La Moraleja, y él disfrutando de la suya dentro de sus jaula de oro, sin despegarse de sus libros.
Quizás hayamos descubierto una nueva forma de amor.

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