La curiosidad no me matará


Conchi
En uno de mis viajes por España con la COCEMFE fui a parar a Galicia, a un pueblo que se llama O Carballiño. Cogíamos castañas, que estaban por el suelo debajo de los árboles. Los monitores nos enseñaban cómo. A mí se me paraba la silla eléctrica cada dos por tres porque le fallaba la batería, y a mi madre y a los voluntarios les tocaba empujar por aquel terreno salvaje que, aunque fuéramos cuesta abajo, no era una carretera.
Cuando íbamos a la piscina o a la playa nos ayudaba la gente de la Cruz Roja, aunque los jefes les tenían prohibido a los voluntarios colaborar con nosotros, a saber por qué. Quizá porque éramos los que más lo necesitábamos, seguro.
Yo me apuntaba a todas las salidas nocturnas que se presentaban, con compañeros y con las monitoras: Pili, Chon, y Vero, a tomar cañas. O sea, ellas y ellos se tomaban whisky, cubatas y así por el estilo, y yo era la que me tomaba la caña, sólo una porque si me tomaba más se me subía a la cabeza y me bajaba de la silla, quiero decir que me caía.
Volvíamos al hotel sobre las cinco de la madrugada. Mi madre me esperaba despierta para acostarme. Y sobre las nueve me tenía que levantar obligatoriamente para irme otra vez de excursión, por ejemplo a alguna bodega a comer queso y tomar un poco de vino. Las copas de Albariño me las bebía a escondidas de mi madre.
A mi madre sí que le va a matar mi curiosidad. Que en otra ocasión me monté en un catamarán (ya sabéis, un barco que parecen dos pero que está a medio hacer y es muy pequeño) con las monitoras y mi madre para darme un paseo por el Cantábrico. Menos mal que el mar quedaba lejos y sólo fuimos una vez, porque yo me mareé, aunque aquello no iba muy deprisa ni había muchos baches, o sea, el oleaje. En semejantes condiciones se me quitaron las ganas de hablar con nadie.
Estaba deseando que terminara la travesía cuanto antes, que el mar desde la playa no es tan puñetero. Y había chiringuitos.

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