TROPIEZOS
Rafa
La
vida enseña muchas cosas. Por ejemplo, te enseña a desconfiar de
los caminos estrechos, pero en mi caso los escarmientos me los he ido
encontrando yo mismo y nunca jamás pude corregir. Me explico: yo me
he caído muchas veces, y cuando digo caerme digo espanzurrarme,
podéis mirar las cicatrices en mi frente, no están ahí dibujadas
de adorno.
Siempre
tuve una manera de andar, arrastrando los pies, que me hacía
tropezar con frecuencia y terminaba en el suelo. La vida le enseña
al burro a no tropezar dos veces en la misma piedra y esa era una
lección que yo también aprendía. Pero mi problema fue siempre que
hay demasiadas piedras para tropezar, como tabernas para el borracho.
LA
AGUJA
Peva
La
amistad es una emoción exquisita que hay que cuidar más que el oro
negro, o sea, más que un barril de petróleo, o un pozo de ídem,
quien lo tenga.
Porque
la amistad es algo muy difícil de vivir. Esas personas que se llenan
la boca diciendo que tienen muchos amigos están vacilando conmigo,
pues eso es una pura mentira. Esas gentes confunden los grandes
amigos con una clase de parásitos que te acompaña de vez en cuando
en tu camino para tomar un simple café, y todavía algunos, con toda
la cara, te dicen “¡Paga tú que yo no tengo hoy!” Estos
arrimados son amiguetes de un día, y eso porque te has encontrado
con él y te dio corte decirle que te estás meando y en este momento
no puedes.
Yo
me encontré por pura casualidad con el único amigo que he tenido.
Un día me dije a mí misma: tienes que buscarte un buen amigo aunque
solo sea para hablar con él un poco. Sabedora de la dificultad de la
tarea, cogí mi silla eléctrica y me fui por ahí, de pueblo en
pueblo. Buscaba como una loca esas típicas casas de campo tan raras
ya hoy en día, sobre todo en los pueblos cerca de Madrid. Y cuando
la encontraba me metía de cabeza en el pajar y allí buscaba, pues
en estos pajares estaba mi única oportunidad. Entre la paja tendría
que buscar la aguja que, igual que si fuera una varita mágica, me
facilitaría al amigo.
Estuve
entretenida en esta búsqueda por espacio de mucho tiempo y rebusqué
día y noche con una gran paciencia. Por la noche era algo mas jodida
mi tarea, por eso de la luz, pero a mi no me importaba con tal de
llegar a encontrar al amigo con quien poder hablar y compartir mis
andaduras cotidianas.
Rebusqué
en aquellos pajares hasta la hartura y encontré de todo, lo que es
de todo y de todo, pero nada que me satisficiese lo más mínimo. Y
harta de buscar por pajares y pueblos diminutos, se me ocurrió
volverme para Madrid. A fin de cuentas, en Madrid lo que sobra es
gente y el abanico de las posibilidades de encontrar un amigo no se
cerraba. Eso sí, estaba tan cansada de buscar un amigo que dejé de
hacerlo.
Y
fue cuando, sin yo darme cuenta, este apareció en mi mundo. Quién
lo iba a decir.
LA
CURIOSIDAD NO ME MATARÁ
Conchi
En
uno de mis viajes por España con la COCEMFE fui a parar a Galicia,
a un pueblo que se llama O Carballiño. Cogíamos castañas, que
estaban por el suelo debajo de los árboles. Los monitores nos
enseñaban cómo. A mí se me paraba la silla eléctrica cada dos por
tres porque le fallaba la batería, y a mi madre y a los voluntarios
les tocaba empujar por aquel terreno salvaje que, aunque fuéramos
cuesta abajo, no era una carretera.
Cuando
íbamos a la piscina o a la playa nos ayudaba la gente de la Cruz
Roja, aunque los jefes les tenían prohibido a los voluntarios
colaborar con nosotros, a saber por qué. Quizá porque éramos los
que más lo necesitábamos, seguro.
Yo
me apuntaba a todas las salidas nocturnas que se presentaban, con
compañeros y con las monitoras: Pili, Chon, y Vero, a tomar cañas.
O sea, ellas y ellos se tomaban whisky, cubatas y así por el estilo,
y yo era la que me tomaba la caña, sólo una porque si me tomaba más
se me subía a la cabeza y me bajaba de la silla, quiero decir que me
caía.
Volvíamos
al hotel sobre las cinco de la madrugada. Mi madre me esperaba
despierta para acostarme. Y sobre las nueve me tenía que levantar
obligatoriamente para irme otra vez de excursión, por ejemplo a
alguna bodega a comer queso y tomar un poco de vino. Las copas de
Albariño me las bebía a escondidas de mi madre.
A
mi madre sí que le va a matar mi curiosidad. Que en otra ocasión me
monté en un catamarán (ya sabéis, un barco que parecen dos pero
que está a medio hacer y es muy pequeño) con las monitoras y mi
madre para darme un paseo por el Cantábrico. Menos mal que el mar
quedaba lejos y sólo fuimos una vez, porque yo me mareé, aunque
aquello no iba muy deprisa ni había muchos baches, o sea, el oleaje.
En semejantes condiciones se me quitaron las ganas de hablar con
nadie.
Estaba
deseando que terminara la travesía cuanto antes, que el mar desde la
playa no es tan puñetero. Y había chiringuitos.
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