Infancia apurada


César
Su infancia no fue nada fácil en este valle de lágrimas. Y digo valle sin mucho fundamento, pues don Eduardo nació y se crió en Madrid, que es más un pueblo de meseta que de ribera, aunque el Manzanares lo intentó en algún momento, quizá en la era de los dinosaurios, pero de cuya circunstancia ya no se guarda ni memoria.
Sin embargo, lo que se dice llorar, ya le tocó lo suyo al pobre crío Eduardito, Eduar para su madre, pues era el hijo único de un hombre bueno, chatarrero en Orcasitas, que malvivía con su familia de la rebusca en la basura de todo tipo de trapo o metal.
Eduar, hijo, no tengas prisa por dejar la escuela, que en la escuela está el futuro de los pobres.
Éstas son las palabras que mejor recuerda el joven don Eduardo de su madre. Al volver a su despacho, unos días después del funeral de ella, las escribió en un postit y las pegó en el corcho.
Y ahí siguen hoy, a la vuelta del funeral del padre. “¿Qué decía mi padre?” se pregunta al entrar en su despacho ahora y reparar de nuevo en ellas.
Han muerto sus progenitores con un año de diferencia, el padre apenas con unos pocos meses disfrutando de la pensión de jubilado. Menos mal que don Eduardo les había retirado de las basuras hacía unos años. La orfandad es lo que tiene, que te hace recordar de dónde vienes.
¿Qué me decía mi padre?” No recuerda ni una sola frase dicha por él digna de colgarse en el corcho, que es como decir en su corazón. Y por fin repara en que su padre fue un hombre sin voz. Nunca salió del cerco de sus dientes ni una palabra que no fuera imprescindible: “A treinta el kilo”, si era para vender, “A tres el kilo”, si era para comprar, “Agua, María”, si tenía sed, “La comida”, si tenía hambre, “Ayuda a tu madre”, si se despedía del hijo. Por más que intenta recordar, don Eduardo no encuentra otras palabras para poner en su boca.
El día en que Edu decidió salir a la chatarra, ni siquiera se había molestado en decírselo a él. Directamente, se lo comunicó a la señora María:
Mañana salgo con mi padre a la chatarra.
Hijo, mucha prisa tienes por dejar la escuela.
Madre, comer es lo primero, y a padre no le sobran fuerzas, el sector se ha complicado mucho, hay mucho intrusismo en las basuras.
Como mejor nos ayudarás es estudiando, que en la escuela está el futuro de los pobres.
No soy tonto, lo tengo todo pensado. Estudiaré por la noche y trabajaré por el día.
Yo te ayudaré, hijo.
El padre no opinó y a la mañana siguiente ya tenía compañero de trabajo. Edu cumplía esos días los doce años de una infancia muy apurada. Pero el orgullo de trabajar con un hijo tan listo hizo que el padre espabilase y que su negocio mejorase por momentos.
En seis años de mucho esfuerzo y fatigas el señor Antonio había conseguido hacerse con un solar en la vereda de la carretera de Toledo donde amontonar desguaces. Con las ideas que aportaba su hijo, estaba cambiando la orientación de su negocio. Ahora no solo vendía chatarra, sino que aprovechaba las piezas en buen estado de los coches para hacerse un mercado.
Y entre tanto, Edu había seguido estudiando y este verano preparaba su ingreso en la Universidad. Por supuesto que no quería ser ingeniero. Quería hacerse Economista para seguir ayudando a la familia.
Otros cinco años de combinar estudios y trabajo en el desguace, que se había hecho también un mecánico de excepción, y Eduar se licenció y asesoró a su anciano padre en la venta del solar y su negocio al monopolio de los desguaces, los vecinos de Desguaces La Torre, que estaban unos kilómetros más cerca de Madrid y habían prosperado de forma desmedida.
En Desguaces La Torre estaba el futuro del sector y Eduar se aseguró un despacho en la empresa.
Y aquí está don Eduardo repasando su infancia, al día siguiente del funeral del señor Antonio. “No lo he tenido fácil, pero no cambiaría mi vida y a mi familia por nada”, se dijo. Y escribió en un postit y lo pegó en el corcho de su despacho: “Estoy orgulloso de mi padre”.

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