Conchi
Ricardo
pedía en la puerta de la iglesia de la beata Mariana. Pedía dinero
o comida y yo cada vez que iba a misa le echaba unos centimillos. Mi
madre, que siempre llevaba algo en el bolso, le daba un euro. Alguna
vez hasta le llevó ropa de mi padre, que se le había quedado
pequeña. Pero luego vio que era para beber vino y dejó de darle
dinero y ya sólo le llevaba bocadillos. Esos bocadillos eran de
chorizo, jamón, salchichón, etc.
Yo
me preguntaba por qué Ricardo no estaba en un albergue, porque tenía
unas barbas cochambrosas y necesitaba un baño urgentemente. Luego se
fue a la iglesia de San Basilio a pedir.
Hasta
que un día lo cogieron los servicios sociales y le cortaron el pelo,
la barba y le metieron en la bañera.
Cuando
volvió, le vi más cambiado que nunca. Quería rehabilitarse de
tanto beber vino, y fue a pedir trabajo al INEM, y sólo le
ofrecieron trabajo de barrendero. Y Ricardo se dijo: “A
mí no me importa, mientras que tenga un plato caliente todos los
días”.
Y se puso a trabajar, que ya no lo conocía nadie de lo que había
cambiado.
Con
el tiempo le vi vendiendo pañuelos y limpiando los parabrisas de los
coches que se paraban, en los semáforos. Algunos conductores no
querían que les limpiasen los cristales: “Déjalo,
que los tengo limpios, que ayer los lavé”.
Volvía a tener barba y estaba un poco más viejo, con los pantalones
rotos, la camisa toda llena de agujeros y los zapatos casi sin suela.
Por
lo visto cuando le cumplió el contrato de barrendero no se lo
renovaron porque no era el más eficaz. Eso fue lo que le dijeron y
él no protestó.
Porque
Ricardo sabía que no servía para eso de barrer calles. Y tampoco
para atracar bancos o para robar bolsos. Por eso se había quedado en
un semáforo limpiando cristales, eso lo hacía bien.
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