La notaria

 
Ramón
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Hoy doña Francisca ha vuelto a llamar a la oficina.
En la empresa conocemos a doña Francisca desde hace varios años. El primer mueble que malvendió fue un piano de pared, posiblemente el aparato más complicado de transportar en una mudanza. De aquel porte me acuerdo por eso, pero también porque la dueña era una mujer joven, treitañona como mucho, y hermosa. Me sorprendió cómo acariciaba el piano cuando comenzamos a moverlo, y casi lloraba cuando por fin lo sacamos de la casa. Nos gritaba con angustia “Cuidado, cuidado” cuando lo bajábamos por la escalera.
–Que somos profesionales, doña Francisca, confíe en nosotros –yo intentaba tranquilizarla.
No le di más importancia a esta escena, pero al mes siguiente nos volvió a llamar a la oficina para que nos llevásemos el óleo que colgaba de la pared, justo encima del hueco que había dejado el piano. El cuadro representaba una escena de dos mujeres en la cocina, que bien podían ser las hermanas de Lázaro discutiendo, no era nada malo. Y doña Francisca ahora sí soltó alguna lágrima mientras lo envolvíamos en papel de embalar.
Solía llamar cada mes y la escena terminaba en llanto indefectiblemente. Después de tantos portes ya conocíamos la historia de doña Francisca y su mala fortuna. Viuda joven de un notario, no sabía hacer otra cosa hoy por hoy sino lamentar su mala fortuna, por más que yo intentaba con mis comentarios sacarla de su error y de su encierro:
–Doña Francisca, si usted está en la flor de la vida, si con su cara puede conquistar Segovia, y hasta Madrid si se lo propone.
Pero ella lloraba con más fuerza aún al oír mis palabras, lamentando su soledad y su viudez, justo lo que tantas mujeres sueñan para sí aquí y allá.
Tantos habían sido ya los portes que su piso se estaba quedando vacío. Recuerdo que la vez anterior nos habíamos llevado la mesa de nogal, el último mueble del despacho del notario. Por cierto, el destino siempre era el mismo, el anticuario de la Calle Real. En la casa, si acaso, ya sólo quedaba lo que hubiese en el dormitorio. Y tanto lloró doña Francisca que este último porte ni siquiera se lo cobramos.
Pues hoy había llamado otra vez más y mi padre nos ordenó que volviésemos allí, se ha resignado a trabajar para nada: lo que son las lágrimas de las mujeres, ablandan incluso el corazón de los empresarios.
Llegamos con el camión y doña Francisca, llorando a lágrima viva, nos pidió que cargásemos el armario del dormitorio. Sobre la cama y sobre la cómoda había vaciado todo, algunas bisuterías, algunos pobres vestidos, muchos trastos inútiles y sin valor.
–Pero doña Francisca, ¿cuándo va a salir usted ahí fuera a ganarse la vida?
No me contestó, no sabía más que llorar. Era un caso patológico de indefensión.

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