Ebriedad


Peva
Se supone que para estar ebrio hay que estar con un pedo que te cagas. Pero no es cierto, hay muchas maneras de estar ebrio. Yo, sin ir más lejos, tengo momentos en que estoy ebria, ¡y sin ingerir ni una gota de alcohol!
Porque esta palabra tiene muchos significados: se puede estar completamente ebria de pasión, por ejemplo, pues cuando la pasión te empuja no hay modo de controlar. Es lo mismo que un volcán cuando se desborda la lava y, por mucho que corras, termina por alcanzarte, destruyéndolo todo a su paso. Comparar la lava del volcán a la pasión es un poco exagerado, pero queda bonito. El caso es que pareces más viva y tu cuerpo da la impresión de que rejuvenece. Es como si te sintieses indestructible a todos los ataques, o mejor, a todos los errores que amenazan tu vida, o sea, tu cuerpo y tu mente.
Claro que la ebriedad de la pasión a tope es un poco jodida, pues el pulso se acelera y el cuerpo se agota, y puedes acabar en un estrés que te cagas. Hasta los infartos suelen ser otros efectos bien documentados de esta pasión más bien tontorrona del amor.
Pero hay más pasiones que nos emborrachan como la droga más alucinógena: la generosidad es otra que tal, sin ir más lejos. Que por algo me repetía mi madre a diario aquello de que la caridad bien entendida comienza por uno mismo. Porque mi madre, aparte de ser mi madre, era muy refranera, o sea, que a cada circunstancia aplicaba su refrán correspondiente.
Lo digo porque mi madre conoció muchas crisis y me conoció a mí también repartiendo lágrimas y otros esfuerzos entre los afectados por la pobreza. Y lo mismo ahora, pues en los tiempos que corren el ser caritativo puede ser la ruina.
El paro y la depresión hacen estragos a nuestro alrededor y a mí continúa poniéndoseme muy mal cuerpo cuando veo a alguien rebuscando en los contenedores de la basura orgánica del barrio. O mismamente cuando estoy merendando en una terraza de la calle Orense, un barrio de lo más pijo, el mío, donde yo me crié, y tengo enfrente un exquisito plato de ensalada y me llevo a la boca un tomate rojo, jugosito, y justo en este momento aparece por retaguardia, de improviso, una persona con unos vaqueros todos rotos que piden a gritos una lavadora, y sin mediar palabra va y me deja el típico muñequito para que le dé algo. Me lo deja en la mesa como acusándome de estar comiendo a dos carrillos.
Y yo continúo comiendo porque algo tenía que comer, y además que lo tengo pagado. Si no, es que me iba sin más.
Pero hay tanta gente pidiendo por la calle que como empiece a repartir lo mío entre todos los que me encuentro, dentro de poco soy yo la que está en una esquina. Y la verdad, a estas alturas de mi vida sería una gran tragedia, ya estoy muy acostumbrada a ser una burguesita pija y entiendo cada vez mejor lo que decía mi madre ante mis arranques de generosidad, eso de la caridad con uno mismo.

No hay comentarios: