Prohibiciones

 
Conchi
Las prohibiciones, es lo más fácil. A mi madre le dijeron que el otro día iba por la carretera y casi me pilla un coche. A nadie se le ocurrió explicarle por qué iba por la carretera o por qué el ayuntamiento mantiene unos bordillos tan altos que no te puedes subir a las aceras o bajar de ellas, si es que te habías podido subir. De eso, nada dijeron. Solo que casi me pilla un coche. Y fue verdad. Lo que más me molesta, sin embargo, es que la cuidadora le tenga que decir a mi madre que casi me pilla el coche. Está para trabajar, no para cotillear, y menos para chivárselo a mi madre.
Y, claro, mi madre se cabreó conmigo. Y empezó a chillar: “¿Pero es que no puedes ir por la acera?”. Yo se lo expliqué, que si quería cruzar la calle tenía que ir un tramo por la calzada, pero que pedía ayuda a la gente... Pero es mentira, no pido ayuda porque hay gente que te ayuda, pero hay gente que pasa de ti como de comer mierda. Se deben de creer que somos tontos porque nos ven así, tan originales, y no nos conocen, o por falta de información y de sensibilidad... Yo no quiero que me ayuden cuando puedo sola, pero otras veces me veo muy apurada. Pero, aunque ya la gente se va concienciando más al vernos callejear en las sillas, pues a veces se creen que estamos o bebidas o drogadas y no nos echan una mano por nada del mundo.
De otra cosa me acuerdo ahora, que las prohibiciones nunca vienen solas, como las desgracias. Cuando yo tenía siete años y mi hermano ocho, nos prohibieron entrar con la silla en un cine de Madrid. Dijo el acomodador que dejáramos la silla de ruedas fuera, que era de cadete y manual, porque se podía producir un incendio y obstaculizar el pasillo de emergencia. No podía mi hermano conmigo en brazos hasta la butaca, y llamamos a mi madre. Pero entonces mi madre oyó aquello y cogió miedo.
El acomodador era muy grosero y le hizo a mi madre dejar la silla fuera y sentarme en una butaca. No volvimos a ese cine. Mi hermano se quedó alucinado y se había cabreado mucho con el acomodador. A eso no hay derecho, porque yo iba con una silla manual que no pesaba nada, y mi madre, para que mi hermano se quedase tranquilo, me tuvo que quitar de la silla y ponerme en la butaca. Desde entonces, cuando íbamos al cine con mi tía en la Gran Vía, me cogían en brazos para no discutir con el acomodador. ¡Qué manía que con la silla no se podía entrar porque se podía obstaculizar la salida en caso de incendio!
Y también cuando ahora vamos en grupo los compañeros del centro a tomar algo nos han echado de casi todos los bares de ParqueSur. Íbamos a las cafeterías y nos ponían mala cara, porque a uno se le caía la baba, a otro había que dárselo en botella, al otro la pajita... Ya hemos dejado de ir. Compramos alcohol y coca-cola y hacemos botellón. Yo no deseo el mal a nadie, pero algunos jefes de cafeterías se tenían que quedar unas cuantas horas en una silla de ruedas. Porque yo al fin y al cabo me considero una tía que no doy problemas a nadie, pero no veo justo que cuando vayamos un grupito de cojos nos digan: “Fuera, no os servimos”. Incluso a uno de mis compañeros le dijeron que ojalá se muriera. “Ojalá se muera usted”, contesté yo, por supuesto.

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