Una historia de amor


Mercedes
Había una vez, en una ciudad a la que todavía no había llegado el ferrocarril, una mujer tan hermosa y tan triste que llamaba la atención de todos los hombres. Su familia era muy rica, pero ella parecía muy infeliz. Todo el mundo conocía a su padre y no había más que rumores en la ciudad sobre lo que podía ocurrir en aquella casa.
Todas las tardes, a la misma hora, la chica pasaba por delante de la taberna y las lenguas de los clientes se desataban. Quien nunca decía nada era el tabernero, Matías. Miraba a Rebeca, sabía su nombre desde la primera vez que la vio pasar, y permanecía en silencio, suspirando con disimulo para que nadie lo advirtiera. Lo cierto es que se había enamorado y sabía también que era un amor imposible, pues él era pobre.
Un día que Rebeca no pasó por delante de la taberna a su hora y que, sin poder evitarlo, Matías bebió y bebió del tonel hasta no poder más, se lo confesó todo a la madre al llegar a su casa.
–Madre, tengo que confesarle mi estupidez: me he ido a enamorar de una niña que no es de nuestra clase y que nunca me aceptará. Estoy cada día más loco y más desesperado. Me tengo miedo. Es hermosa como una mañana de verano.
–¿De quién hablas, hijo mío? –preguntó muy asustada ella.
–De Rebeca, la hija del Capitán Chuletas –le llamaban así por algo que había ocurrido en la guerra de Cuba.
Perdió el color la madre y a punto estuvo de perder también el conocimiento.
–Tengo que decirte algo muy grave, hijo mío: Yo trabajé, para mi desgracia, en la casa del Capitán Chuletas. Mis padres no tenían para comer y me mandaron a servir. El Capitán ya bebía mucho por entonces, más incluso que ahora. Una noche, yo le había oído llegar dando voces y borracho como un cosaco, se abrió la puerta de mi habitación de criada y allí estaba él. Lo que ocurrió aquella noche me ha avergonzado siempre: si no hubiera sido por ti, me habría matado. Porque tú eres hijo de aquella violación y fuiste mi consuelo desde el primer momento. Me echaron a la calle cuando se supo que estaba embarazada y no han vuelto a dirigirme la palabra desde entonces, ni yo a ellos.
A oír esta confesión el pobre muchacho quiso morirse. Si ya estaba medio loco de amor, ahora se estaba volviendo loco de rabia, de confusión, de odio, de pena.
La desesperación le iluminó el camino y pidió votos en el convento de los Dominicos de la ciudad, Stª María de las Gracias. Allí aprendió a cocinar, encargándose también de la bodega. Un día que el prior estaba de viaje, se había ido al capítulo provincial con otros frailes, le tocó al padre Matías entrar en el confesionario. A oscuras como estaba, y con los ojos cerrados, la primera voz que oyó tras la rejilla le asustó de tal manera que creyó enloquecer. No podía ser de otra mujer aquella voz que de Rebeca, una mujer ahora en plena madurez.
Lo que oyó después le produjo tal conmoción que creyó desmayar.
–Padre, no soy virgen, mi propio padre me ha violado repetidamente. No me atrevía a decírselo a nadie, pero ya no puedo vivir con esta culpa.
La mujer se calló, el fraile tampoco podía pronunciar palabra, hasta que, en un momento, ella creyó oír unos sollozos mientras escuchaba el ego te absolvo a peccatis tuis de labios del confesor.
De lo que ocurrió aquella noche, lo único que trascendió ha sido el cadáver del Capitán Chuletas. Había sido asesinado con su propia pistola, en su propia casa. Alguien pareció haber visto salir de la casa a un fraile dominico con la capa cubriéndole el rostro, pero preguntada la hija por esta circunstancia, afirmó a la policía que nadie los había visitado aquella noche.
Eran tantos los enemigos del Capitán Chuletas que la policía no terminó nunca de hacer pesquisas.
Lo que sí es cierto es que su hija Rebeca nunca cambió ya de confesor, después de aquella primera vez que tanto le costara sincerarse con el P. Matías.

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