Desconfianza

Rafa
Delfino, la mañana de ese día de enero –una de las más frías que se recuerdan–, despertó a su mujer una hora antes de lo acostumbrado. El codazo que le dio fue más doloroso de lo acostumbrado, como para asegurarse que Marisa, que le soportaba casi todo en esos últimos quince años de casados, espabilara por completo.
–¿Me dijiste que habías dejado las cadenas en su lugar, o me equivoco?
Marisa, amodorrada y conteniendo el enfado, suplicó:
–Sí –y se dio la vuelta dentro de las mantas.
–Pero –añadió molesto Delfino–, ¿las pusiste en su sitio? No quiero tener que subir a por ellas otra vez.
– Sí –repuso ella otra vez, reacomodándose en el almohadón.
–Sí, qué –siguió Delfino, mientras acababa de vestirse–: ¿las dejaste junto a la puerta o siguen en el armario?
Como Marisa ya no le contestara, él continuó:
–Ya lo has oído, que iba a nevar como no habíamos visto tú y yo en nuestra puta vida. Tú menos porque eres mucho más joven que yo, siempre y cuando el certificado de nacimiento sea auténtico, que en tu pueblo sabrá Dios si miran siquiera los libros cuando tienen que expedir una partida de bautismo. Espero que también me hayas puesto las botas junto al radiador, que de unos días para acá…
Delfino bajó las escaleras mascullando si no se habrían reventado las tuberías con el hielo, si no tendría que pegarse media hora a la llave del arranque del coche. “¿Y la sal?” se preguntó, “¿la habrán echado ya para estas horas?”
Días como estos, en Valladolid, son sumamente sombríos y helados, pero alguien como Delfino logra oscurecerlos siempre un poco más con su mal humor.

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