Rosa
Roberto
se ha preguntado cada mañana de su vida, al llegar al colegio, por
qué tendría que aprender las lecciones entre rejas. Se lo
preguntaba él y hacía la pregunta a todo cristo.
Pero
siempre fue un poco ingenuo y, como nadie sabía contestarle, creyó
que era porque la respuesta era difícil, como cuando preguntaba por
qué el cielo es azul. Como desde niño se había acostumbrado a
vivir encerrado, llegó a sospechar incluso que las rejas a lo mejor
le protegían.
Fue
el día que conoció a Jara cuando Roberto descubrió la razón de
las rejas. En realidad, fue al día siguiente de haberse enamorado de
su churri, cuando el tiempo comenzó a pasar tan despacio en clase
que ya no podía esperar hasta el final de la mañana.
Quiso
salir a las once del Peridis para hablar con ella, que estaba
matriculada en el María Zambrano. Cada segundo le parecía una vida,
pero las rejas no le dejaban salir.
–Han
clavado estos hierros contra el amor –le gritó al bedel que
cerraba y abría la puerta, y el bedel se rió de él.
Este
otoño habían crecido otro metro y medio las vallas, hasta completar
los tres metros de barrera infranqueable que lo separaban de la calle
y de su chica.
Hasta
aquel día Roberto no había necesitado de estímulos para reírse,
siempre estaba alegre sin alcohol. Pero el disgusto de las rejas le
arrebató la sonrisa de la cara por primera vez en su vida. Y con la
risa, la concentración. Sólo podía pensar en Jara y las rejas le
arrebataban a su churri.
Pero
cuando por fin volvieron a encontrarse al final de la mañana, los
dos volvieron a reír. Fue tal su alegría que hicieron reírse a los
que tuvieron la fortuna de mirarlos abrazándose y sobándose.
–No
pude encontrarte a las once porque mi instituto tiene rejas, tía
–confesó Roberto su impotencia.
–No
moriremos por estar separados un ratito, no somos Melibeos, churri
–le tranquiliza Jara.
–Hemos
perdido una vida entera esta mañana, tía –él continuaba
quejándose.
Y
ahora tenían que volver a separarse, tenían que volver cada uno a
su casa, era la hora de comer. Pero Roberto ya no podía abandonar a
su churri, y sus risas habían vuelto a ser tristeza. Estaba a punto
de echarse a llorar.
–Nos
separa todo –dijo al fin.
Fue
cuando a Jara se le ocurrió invitarlo a su casa.
–Yo
como sola, churri –dijo–, mi madre no llega hasta las siete.
Y
Roberto mintió por primera vez a su madre, así, sin querer, harto
de barreras. Le dijo que hoy tenían visita al Museo del Prado y que
llegarían tarde al barrio.
–El
amor con barreras es más amor, churri –le dijo Jara a Roberto
cuando por fin estaban en casa.
–Amor
sin barreras, tía, las barreras son la muerte –insistió él.
–Pero
ponte el preservativo, churri.
–Eso
sí, tía.
Jara
amaba a Roberto porque Roberto era muy diferente de ella, y Roberto
amaba a Jara porque su churri era más fuerte que él y sabía
contradecirle y él la comprendía.
Comieron
después y bebieron una botella de coñac Torres que ya estaba
empezada y pillaron un pedo considerable que los unió aún más. La
alegría del alcohol disimulaba las contradicciones de sus vidas y
todas las rejas que los limitaban.
Pero
Jara siempre ha sido una chica alerta y juiciosa.
Al
día siguiente volvieron a reírse porque se deseaban y porque se
fumaron unos petas que Roberto había conseguido de un colega.
Y
dijo Jara:
–Pero
yo te juro que me río contigo sin fumar, churri.
Y
contestó Roberto:
–Yo
me río el doble fumando, tía. El costo me multiplica y estoy
enamorado por cien de todas las Jaras que se asoman a tus ojos.
–Eres
un cursi y un drogota, churri.
–Y
tú, guapa a rabiar, tía, que eres todas las estrellas de Hollywood.
Su
amor les hacía sufrir y reír. Los dos fumaban y bebían para que
esta montaña rusa no se parase nunca, pero Jara frenaba con sensatez
el entusiasmo un poco infantil de Roberto, y su dolor, también un
poco infantil.
¿Qué
pasó después de estos entusiasmos y de estos peligros? Lo
previsible, lo más lamentable: terminaron por hipotecarse con Caja
Madrid por cincuenta años para tener donde vivir sin más reparos y
dificultades. Una pena.
No hay comentarios:
Publicar un comentario